Las recientes manifestaciones en Chile representan la culminación de décadas de grave agitación social. La inepta reacción del gobierno de Piñera y las consecuentes propuestas conciliatorias han malinterpretado la naturaleza y la intensidad del malestar social de fondo que afecta al país. Los efectos nocivos de las desigualdades multidimensionales profundas y diversas de Chile son a la vez materiales e intangibles, y solo un diálogo genuino entre actores dispuestos a reconfigurar las estructuras en las que se basan puede dar origen al nuevo tipo de pacto social necesario para alcanzar un mejor futuro social, político y económico, escribe Kirsten Sehnbruch (LSE International Inequalities Institute).
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Lo más sorprendente de informar acerca del estallido del descontento social en Chile es el nivel de sorpresa que ha expresado la prensa internacional. ¿Cómo es posible, parecieran preguntarse, que en este país latinoamericano normalmente calmo y próspero, paradigma del éxito económico y social, hayan estallado súbitamente disturbios violentos y largas manifestaciones que han sacado a más gente a las calles, en más ciudades y localidades del país, que en ningún otro momento de nuestra memoria?
Crónica de una manifestación anunciada
La realidad es que Chile ha vivido una sucesión de manifestaciones sociales en los últimos años. En 2006, los escolares del país se manifestaron contra una educación de baja calidad y malas condiciones de los colegios. El terremoto de 2010 estuvo acompañado de violentos saqueos y dio origen a una variedad de movimientos ciudadanos que organizaron la participación de las comunidades en el proceso de reconstrucción. En 2011, los estudiantes se tomaron las calles durante meses para exigir una reforma educacional; ese mismo año, el país vivió también grandes manifestaciones por el medioambiente. En 2016, la población se movilizó contra el sistema privatizado de pensiones del país. Y ahora, en 2019, estamos presenciando las manifestaciones más duraderas y violentas que podemos recordar.
Los ciudadanos chilenos han tomado más conciencia de sus derechos. Se están organizando de mejor manera a medida que se crean y prosperan cada vez más ONG y organizaciones de la sociedad civil. Su confianza en la autoridad y en las instituciones públicas va en franco declive, y están más conscientes que nunca de la distribución desigual del poder político y económico en el país. También se han vuelto considerablemente más sensibles ante los agravios que sufren producto de estas desigualdades tan arraigadas.
Sin embargo, estas manifestaciones también difieren de aquellas que las preceden. No están dirigidas por un movimiento social específico y parecen haber surgido de la nada, con un fuerte y violento componente anárquico. Su origen no es uno solo, mucho menos el problema relativamente simple del alza del pasaje del metro. Han convocado a más personas a las calles que ninguna otra, no solo en la capital sino también en ciudades de otras regiones del país. Han logrado movilizar a personas de todas las clases sociales, incluyendo a residentes de las áreas de altos ingresos de Santiago, lo que ha llevado a la revista semanal Qué Pasa (leída por la élite chilena) a preguntarse qué es lo que lleva a jóvenes de áreas tan afluentes a sentir tal grado de solidaridad con los más humildes de la ciudad.
Y, por primera vez, estas manifestaciones han afectado gravemente la actividad económica del país: el daño que ha sufrido la mitad de las estaciones del metro de Santiago ha paralizado la ciudad e impedido que las personas lleguen a su trabajo. Los supermercados han sido saqueados y vandalizados. Las oficinas centrales de la empresa eléctrica italiana ENEL fueron incendiadas. A raíz de esto, muchos negocios de la ciudad cerraron sus puertas durante las manifestaciones, mientras que otros se vieron afectados por el toque de queda. Al mismo tiempo, las protestas de los camioneros bloquearon las autopistas de la ciudad y buses quemados bloquearon el tráfico normal en la ciudad. Como si todo esto fuera poco, los pasajeros varados desbordaron el aeropuerto internacional de Santiago. Las preguntas relativas a si estas manifestaciones afectarían la reputación de Chile ante los ojos de inversionistas extranjeros no se hicieron esperar.
Reacción de Piñera ante las manifestaciones
La reacción del Gobierno ante esta crisis solo puede describirse como inepta. Pareciera ser que el presidente Sebastián Piñera aprendió muy poco de las prolongadas manifestaciones estudiantiles y medioambientales que fueran el real legado de su primer mandato.
Su descripción de los manifestantes como delincuentes y vándalos con quienes el país estaba en guerra se utilizó para justificar la declaración de Estado de Emergencia, lo que a su vez llevó a la imposición de un toque de queda y la movilización del ejército para restablecer la ley y el orden. Una prensa cómplice intentó minimizar la violencia que las personas seguían viendo en las calles, mientras los videos de violencia policial y militar contra los manifestantes se viralizaban en las redes sociales. Finalmente, estas medidas movilizaron a por lo menos un millón de personas a las calles de Santiago el viernes 25 de octubre, y fomentaron la realización de nuevas manifestaciones ese fin de semana.
Pero el Gobierno, efectivamente, tiene un problema: no hay un liderazgo evidente que coordine estas manifestaciones, y no hay un único tema que se deba abordar. ¿Qué conseguirá mejorar esta situación? ¿Qué hará que los manifestantes regresen a sus casas?
Ante la ausencia de un interlocutor claramente definido con quien iniciar un diálogo, el Gobierno debe entenderse con una sociedad civil cada vez más activa y organizada. Debe dar inicio a un diálogo social serio, continuo y público nunca antes visto en Chile. Los partidos políticos tampoco pueden aportar mucho en este contexto: la población ya no considera que representen sus necesidades, pues perdieron su credibilidad mucho tiempo atrás.
Por ende, es imperativo atender el clamor por un nuevo pacto social, propuesto por diversos líderes de la sociedad civil y el Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social de Chile. Y, cuando se atienda a este llamado, el Gobierno y el Congreso deben demostrar su voluntad de abordar las demandas de la sociedad civil de un modo que verdaderamente permita reconfigurar las estructuras que perpetúan las múltiples desigualdades que afectan al país.
El presidente y los miembros de su gabinete han comenzado a proponer nuevas medidas – aumentar la pensión mínima y el sueldo mínimo, congelar los precios del transporte, un cambio de gabinete – pero, además de que constituirían poco más que un grano de arena en el desierto, estas medidas muestran un desconocimiento profundo de la naturaleza de las desigualdades que los chilenos enfrentan en sus vidas cotidianas.
Desigualdades cotidianas, humillaciones cotidianas
Las desigualdades que enfrentan los chilenos son multidimensionales y estructurales. También son tanto concretas como intangibles.
Por ejemplo, en un brillante artículo en The Observer, Johnathan Franklin describió las deplorables condiciones y la falta de cuidados médicos básicos que esperaban a los manifestantes heridos trasladados a la Posta Central (el hospital público central de Santiago). Además de la violencia sufrida a manos de la policía y el ejército, estas personas también sabrían que frente a la posta se encuentra una clínica privada de primer nivel, de la Universidad Católica de Chile. Pero esa clínica solo pueden utilizarla quienes tienen un seguro de salud privado o suficiente dinero para pagar de su propio bolsillo para recibir la mejor atención.
Evidentemente, este ejemplo tiene un aspecto material. Pero también hay un aspecto menos tangible en la humillación que sufren los pacientes de hospitales públicos a manos de médicos y personal sobrecargados, quienes tienden a menospreciar a los pacientes más pobres o de piel más oscura. Más importante todavía, también está la violación de derechos humanos básicos que genera un sistema médico que trata a los pacientes no en función de sus necesidades, sino en función de su capacidad de pago.
Este ejemplo también sirve para ilustrar los aspectos multidimensionales y estructurales de la desigualdad en Chile. Aunque la desigualdad de ingresos es tan grande que una leve alza del pasaje del metro ocupa una parte importante del ingreso disponible de la mayoría de los trabajadores chilenos, el hecho de que ricos y pobres nunca vayan a encontrarse en el mismo hospital, en el mismo colegio y solo muy rara vez en la universidad, es igual de elocuente. El nivel de distribución de riesgos de los sistemas de salud y de pensiones, y del seguro de cesantía, es mínimo. Por lo menos el 50 por ciento de los chilenos tiene trabajos altamente precarios y, por lo tanto, no recibe cobertura adecuada de los sistemas de protección social. Asimismo, el poder político y económico se concentra en manos de una élite profundamente exclusiva y homogénea, que vive en cinco comunas adyacentes de Santiago, lo más segregada posible de las áreas de menores ingresos de la ciudad.
¿Cómo responder al grito de ayuda de Chile?
Muchos analistas y expertos en Chile, como también los sectores más informados de la prensa, interpretan acertadamente estas manifestaciones como un grito de ayuda de un país muy desigual que no cuenta con un campo de juego equitativo.
Si bien esta interpretación es correcta, pocos hablan abiertamente de lo que significa en la práctica. Tomarla seriamente implica la necesidad de crear un nuevo pacto social que acerque al Gobierno y el Congreso a los actores sociales dispuestos a pensar en reformas estructurales genuinas, en lugar de simplemente “parchar” los sistemas de protección social existentes con recursos limitados de arcas fiscales que ya están sobrecargadas.
Esto significa construir sistemas de protección social financiados mediante contribuciones generales y no por medio de impuestos. Significa construir lo que países desarrollados denominan un estado de bienestar. También implica introducir reformas tributarias que redistribuyan los recursos de manera real y significativa, que proporcione al Estado los medios necesarios para crear infraestructura y servicios públicos operativos. El que en un futuro cercano los chilenos ricos y pobres puedan encontrarse en el mismo hospital no debería ser un sueño imposible.
Desde su regreso a la democracia, ninguna de las reformas sociales introducidas por los gobiernos chilenos ha logrado realizar cambios estructurales verdaderos a los sistemas de protección social imperantes. Los intereses de las élites económicas y políticas han bloqueado los intentos de distribuir el riesgo entre toda la población. Hasta ahora, las reformas sociales se han proclamado “estructurales” aunque su nivel de distribución del riesgo ha sido mínimo. Esto se debe en gran medida a que las élites políticas y económicas ven la inversión social como un costo que trae retornos mínimos y que restringe la libertad de las empresas, limitando así el potencial de crecimiento económico del país.
Ha llegado el momento de invertir esta imagen y ver la inversión social como un requisito necesario para mejorar la productividad y favorecer el futuro crecimiento económico. Si bien esto abordaría solo los aspectos materiales de la desigualdad, también podría ayudar con los aspectos más intangibles si, gracias a este crecimiento, los servicios públicos ofrecieran igualdad de trato y de oportunidades para todos los chilenos. Sin un pacto social genuinamente nuevo que aborde las múltiples dimensiones de la desigualdad, podemos esperar más manifestaciones sociales, un menor crecimiento económico y votantes cada vez más fáciles de seducir por el tipo de populismo político que ofrece soluciones insostenibles.
¿Qué pensarán de Chile entonces los inversionistas extranjeros?
Notas:
• Las opiniones expuestas en este artículo son de los autores y no reflejan la postura de LSE
• Traducción de Andrea Riffo
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Gracias por compartir su perspectivo. Su estudio del desigualdad de Chile en más que un nivel es interesante. Yo soy estudiando la desigualdad del educacion, y ahora es claro que casi todos los problemas son de la era de Pinochet.
Es lo mismo que muchas otras países por que la desigualdad es primeramente basado en la riqueza, pero es peor que otras por qué era un gobierno que ayuda la clase alta. Esa eran uno o dos generaciones después, y los afectos de una sistema opresiva por diecisiete años son fresco. Mucha de la infraestructura y la economía del país fue construido de ellos, y ya que nunca cambio, la clase baja son (metafóricamente) cementan en la baja.
Eso se traduce a todos aspectos de la vida – su comida, donde vives, su abilidad de ir a un hospital, y su educacion que le permite tener un trabajo mas bien o menos bien para continuar el ciclo.
MAJDAL: “I liked the concept of metaphorical social class, masterfully defined”.
CSV
Buena síntesis y diagnóstico del Chile actual. Aún mas, desde el mes de Noviembre, fecha de esta publicación, la pandemia del Covid – 19, solo ha reafirmado este buen diagnóstico, que es es el necesario comienzo para la reconstrucción social de Chile.
Tenemos fortalezas evidentes como nación, pero al mismo tiempo, profundas grietas dividen la sociedad chilena, y la palabra segregación social transversalisa el análisis.
Una clase empresarial privilegiada, muy homogénea, a la que han favorecido leyes de índole económica, y con relaciones políticas de derecha e izquierda en el parlamento que han garantizado hacer perdurar sus privilegios de países del primer mundo.
Una gran clase media, tremendamente despolitizada, con poca conciencia de clase, poca cultura cívica, y casi sin cultura política, a la que la palabra consumo, les ha generado por años, un espacio de progreso social y económico que las ha seducido a la defensa del modelo neoliberal aplicado en dictadura, y reforzado por los posteriores gobiernos de centro – izquierda.
Sin embargo, después de 40 años, parte de esta gran clase media, mas la clase proletaria, (aquellos con precarización laboral, y los mas vulnerables, luchando por años de abusos), han terminado por despertar de este seductor sueño consumista, y se dan cuenta de su propia vulnerabilidad como clase media, a los cuales el Estado niega cualquier tipo de prestación económica. Sin seguridad social de acuerdo a lo que establece la OIT como tal, con pensiones muy bajas después de años de cotización, endeudados por años con una hipoteca que pasa susto ante el desempleo, y la confirmación de un miedo a perderlo todo con esta pandemia que solo visibiliza aún mas sus precarias certezas económicas.
La sociedad chilena es esencialmente individualista, característica que es inherente al modelo neoliberal, donde las relaciones sociales son gatilladas básicamente por espacios de homogeneidad económica. Barrios, malls, cines, restaurantes, colegios, universidades, clínicas, es decir una completa segregación social en una ciudad muy dividida en sectores claramente identificados con el poder económico de quienes los habitan.
En estas profundas grietas que dividen al Chile de hoy, es necesario antes que todo, darnos cuenta que a la luz del diagnóstico, son necesarios LIDERAZGOS creíbles en primer lugar, cuyo origen sea incuestionable desde un punto de vista ético, y con una inteligencia emocional que logre permear los cuestionamientos a un liderazgo que no necesariamente provengan de mi clase social.
En segundo lugar, tales liderazgos deberán hacerse cargo de fracturas tan profundas como lo fueron las creadas en dictadura con las víctimas de los derechos humanos.
En tercer lugar, solo para comenzar, lograr re-armar un modelo educativo a las nuevas generaciones, no con énfasis en temáticas técnicas, sino priorizando valores como la solidaridad, y el respecto a los demás, con independencia de su condición étnica, sexual, económica. o social. Quizás el ramo de Educación Cívica, nunca debió haberse eliminado.
Finalmente, hacer énfasis en la importancia de la función pública, rescatando el concepto de servidor público, no porque sea bien pagado, (quizás es un error que sean bien pagados), sino porque el trabajador público es fruto de su pasión por el servir, y sentirse un eslabón clave en el servicio para el otorgamiento de mejores oportunidades de progreso y bienestar a quienes no nacen con las mismas oportunidades.
Un desafío de proporciones dantescas, con acuerdos plasmados en una VISION de país futuro, con liderazgos jóvenes e inclusivos a distintas miradas, quizás como norte buscando referentes en líderes que lograron avances sustantivos en las sociedades que lideraron, como Olof Palme, Nelson Mandela, etc.