La sabiduría convencional considera que la ansiedad económica es un factor fundamental en el ascenso de la extrema derecha en todo el mundo. Sin embargo, Brasil eligió a Jair Bolsonaro el año pasado a pesar de los resultados positivos en términos de crecimiento, pobreza y disparidades salariales en la década del 2000. Básicamente, durante el mandato de Dilma Rousseff no se logró solucionar la caída de la competitividad en la manufactura, la inflación en los servicios y un conflicto distributivo que afectó a las personas de ingresos medios, mientras un aumento de la deuda respecto al PIB condujo a que la crisis posterior se atribuyera al derroche fiscal. Los recortes en el gasto público se combinaron con factores externos para frenar una posible recuperación y Bolsonaro encontró el éxito electoral al vincular el estancamiento económico con la corrupción en todo el establecimiento político. Pero la respuesta de Bolsonaro ha sido desastrosa y sus resultados decepcionantes podrían ser su ruina, escribe Laura Carvalho (Universidade de São Paulo).
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Encuestas recientes sugieren que los expertos económicos europeos están de acuerdo en que “el aumento de la desigualdad afecta la salud de la democracia liberal” y que “decretar más gasto y políticas redistributivas probablemente limitaría el aumento del populismo en Europa”. Desde las amenazas al capitalismo democrático planteadas por el declive de la clase media en Global Inequality de Branko Milanovic hasta la repercusión de la austeridad para explicar el apoyo al Brexit en un reciente artículo empírico de Thiemo Fetzer, el tema ha cobrado cada vez más importancia en varias tendencias de la literatura sobre economía.
Respecto al papel específico de la globalización, Dani Rodrik ha intentado comprender cómo los diferentes choques dan lugar al populismo de izquierda (económico) o al de derecha (cultural), según las divisiones sociales particulares destacadas por los políticos. Si bien la liberalización del comercio y la inmigración pueden establecer el escenario para poner énfasis en las divisiones de identidad, como en Europa o Estados Unidos, la liberalización financiera tiende a sentar las bases para enfocarse sobre las divisiones de ingresos, como en el sur de Europa o Latinoamérica.
Pero luego tenemos el caso de Brasil, una economía exportadora de bienes de consumo básicos que se benefició enormemente del crecimiento chino en la década del 2000 y obtuvo un amplio reconocimiento por reducir la pobreza y las disparidades salariales por medio de políticas redistributivas. Si aceptamos la sabiduría convencional sobre el papel de la ansiedad económica en el surgimiento de la extrema derecha, ¿cómo se puede explicar la elección de Bolsonaro en 2018?
Del boom al caos: el colapso económico de Brasil
Al igual que muchas otras economías latinoamericanas, Brasil aprovechó el auge de los precios de los productos básicos en la década del 2000 para incrementar el gasto público en salud, educación, infraestructura y protección social, a la vez que logró reducir su relación deuda pública-PIB durante las administraciones de Lula. Las tasas mayores de crecimiento tanto de consumo como de inversión entre 2006 y 2010, que representaron una rápida recuperación de la crisis financiera mundial, iban de la mano con un incremento en la creación de empleos en los sectores de la construcción y los servicios, así como con impresionantes ganancias salariales para trabajadores poco calificados.
La expansión del programa de transferencias monetarias Bolsa Família – de 3.6 millones de beneficiarios en 2004 a 12.8 millones en 2010 – y el aumento anual de 5.9 por ciento de los salarios mínimos reales durante este periodo también ayudaron a engrosar la rebanada delgada del ingreso nacional que llegaba a los bolsillos del 50 por ciento más pobre, de 12.9 por ciento en 2004 a 14.3 por ciento en 2014.
Sin embargo, cuando Brasil alcanzó su mayor tasa de crecimiento del PIB real durante ese periodo – 7.5 por ciento, en 2010 – la economía ya enfrentaba desafíos difíciles.
Primero, el sector manufacturero, que había perdido densidad desde la liberalización en la década de 1990, veía aún más debilitada su competitividad debido a una fuerte apreciación de la moneda y la mayor penetración de importaciones chinas después de la crisis financiera global.
Segundo, un mayor crecimiento de los salarios condujo a la aceleración de la inflación en los servicios. Esto significaba que debían mantenerse altas tasas de interés para atraer capital extranjero, apreciar aún más la moneda y suprimir la inflación de los bienes comerciables.
Tercero, un conflicto distributivo se hacía evidente, ya que la reducción de la desigualdad se debió a una caída en la participación del ingreso dirigido a la mitad de la distribución, en la que el 50% inferior y el 1% superior recibieron las mayores ganancias (como se muestra a continuación).
Cuando Dilma Rousseff asumió el cargo en 2011, el plan era enfrentar la falta de competitividad en la industria manufacturera brasileña con una depreciación real de la tasa de cambio y otras medidas destinadas a reducir el costo de producción, incluidas las exenciones de impuestos y los controles sobre las tarifas de energía. A medida que el escenario externo se deterioró – con el final del boom de los precios de los productos básicos y la crisis de la periferia europea – este conjunto de medidas resultó ineficaz para impulsar las exportaciones del país y evitar una desaceleración económica.
Además, cuando se combinó con una menor recaudación fiscal causada por la desaceleración económica, el alto costo de estos subsidios contribuyó al deterioro de la salud fiscal. Si bien la inversión pública, que había crecido 27.6 por ciento anual en términos reales durante el periodo de auge de 2006 a 2010, se mantuvo casi estancada de 2011 a 2014 (como se muestra a continuación), el aumento de la deuda pública en relación con el PIB en 2014 permitió construir una visión dominante en torno a la idea de que la crisis fue causada por el derroche fiscal del gobierno.
Austeridad, desigualdad y la victoria de Bolsonaro
Desde entonces, muchos de los mismos problemas que enfrenta el mundo occidental parecen converger en Brasil, sólo que con un nivel mucho más elevado de vulnerabilidad social.
La agenda económica se ha centrado casi exclusivamente en reducir el gasto público. Con una fuerte caída en los precios del petróleo – de $85 por barril a finales de 2014 a $25 a principios de 2016 – que golpea el balance general de la compañía petrolera brasileña Petrobras y el resto de la economía, el gobierno redujo la inversión federal en más de 35 por ciento en 2015. Al mismo tiempo, el Banco Central aumentó las tasas de interés como respuesta a una aceleración de la inflación, impulsada principalmente por un rápido ajuste en las tarifas de energía y los precios del combustible antes controlados.
Después de una contracción real del PIB de 8.2 por ciento en 2015 y 2016, la economía brasileña ha atravesado la recuperación económica más lenta de su historia. Tampoco se han cumplido las promesas sobre un aumento en la confianza de los inversores después de la destitución de Rousseff y la aprobación en el Congreso de una congelación constitucional de diez años sobre el gasto federal real. Si la economía sigue creciendo como lo ha hecho desde 2017, Brasil volverá a su nivel de PIB real anterior a la crisis en 2025, más de diez años después del pico (como se muestra a continuación).
Las elecciones presidenciales del año pasado tuvieron lugar en un contexto de creciente frustración y ansiedad económica: el desempleo se duplicó – de 6.5 millones de personas en 2014 a 13.2 millones en 2017 – y la desigualdad aumentó al doble de velocidad que en la década del 2000.
El Partido de los Trabajadores perdió más votos entre 2014 y 2018 en los hogares con niveles intermedios de ingresos (como se muestra a continuación). Estos grupos son precisamente los que no se beneficiaron tanto del auge pero sufrieron pérdidas significativas durante la crisis, como argumentan Amory Gethin y Marc Morgan.
Para complicar la situación, el periodo de crisis coincidió con la mayor investigación sobre corrupción en la historia de Brasil (conocida como Lava Jato, u Operación Autolavado), que favoreció la percepción simplista pero comprensible entre la población general de que la corrupción fue la causa del colapso económico. En lugar de culpar a los inmigrantes o los fabricantes chinos, la responsabilidad de la desaceleración económica se atribuyó por completo a la clase política dominante y a la izquierda.
Desde esta perspectiva, en contraste con otras candidaturas de extrema derecha en el mundo, es más fácil entender que Bolsonaro fuera elegido debido a la combinación de su famosa retórica moralmente conservadora y una plataforma económica ultraliberal: deshacerse de un Estado corrupto en todas las áreas (excepto seguridad pública) se vendió como la solución a todos los problemas del país.
Queda por ver si los resultados de la agenda de Bolsonaro, que son desastrosos para una mayoría que se beneficiaría de un mercado laboral fuerte y depende aún de los servicios públicos y la seguridad social, serán también su perdición.
Notas:
• Las opiniones expuestas en este artículo son de los autores y no reflejan la postura de LSE
• Traducción de Amanda Sucar Warrener
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